Cuando mi padre me
había dicho que el príncipe pondría fortalezas para mantenernos alejados de la
gente apestada y enferma, supe que algo estaba mal. Esa visión egoísta de este
hombre, el tal príncipe próspero” me daban arcadas. No tuve opción, mi padre no
me dejaría escapar ya que las sensaciones de muerte inundaban mi cuerpo
impidiéndome desenvolverme en cualquier actividad, incluso si controlaba este
don, la muerte ahí fuera no dejaba escapar a ninguna de sus víctimas. No puedo
negar que la fortaleza al ser construida era lo más precioso y lleno de vida
que hubiera visto, pero me negaba a contagiarme, incluso me daba un
remordimiento absoluto el probar las dulces y jugosas frutas que lo otros,
fuera de estos inmensos fuertes, tenían prohibido comer.
“Gran Mascarada por
la vida”, ese era el anuncio que vi al despertar. Mi padre rebosaba de alegría
al saber que quizá su hija pudiera conocer al “príncipe próspero”, en resumidas
cuentas era lo más estúpido que pude oír. A pesar que el sol estaba en lo alto
y majestuosamente brillante, mi corazón paraba a ratos, un impulso quería salir
de mi alma, un grito, sabía lo que era y no podía hacer nada contra ello, más
bien estaba impaciente por saber que podría revertir el egoísmo y la vida
perfecta de ese lugar.
Durante toda la noche
decidí refugiarme en el salón azul. Toda esa gente parloteando, bailando y
callando a momentos por ese sonoro y feo reloj me causaba pavor. Sólo me senté
en el más cómodo sofá aterciopelado. Y
el impulso, ese ataque que supuestamente podía controlar sale de repente. En ese momento sin poder evitarlo podía ver
aquellos colores que anunciaban una inminente muerte, el amarillo verdoso
estaba en la piel de todos. Pasaban y me sonreían y yo hacía mi mejor esfuerzo
por responder, hasta que en un momento me vi sola y en silencio. Solo en un
rincón en el único lugar oscuro del salón estaba una figura que me miraba y con
su mano cadavérica me hizo el gesto de silencio. Miré mi piel, estaba pálida,
quizá moriría después que todos. Aquella figura sin quitarme la mirada se movió
hacia donde estaban todos. No pude correr, no quise correr. La muerte roja al
fin había llegado.
Autor: Estefanía Ocaranza Correa
2 comentarios:
Qué interesante el ejercicio. Me gustó saber qué no todos los asistentes a esas fiestas apoyaban el egoísmo de Prospero. Ciertamente la conciencia y rebeldía del relato le da un toque estético posmoderno súper interesante. Sólo hubiera querido saber con profundidad y detalle cuál era el impulso que quería salir de mi alma.
Saludos!
Muchas gracias por el comentario! El impulso de la muchacha se refería a su don de poder percibir la muerte que poco a poco se acercaba, ella podía ver también cuánto tiempo de vida le quedaba a la gente a través del color de la piel de éstos :)
Greetings!
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